viernes, 22 de febrero de 2008

Debate abierto. El cierre del tercer ejercicio progresista


El gobierno progresista tenía un gran desafío que implicaba trastocar el modelo en que se asentaba el (no) desarrollo del país. Los últimos 50 años tienen tres etapas diferenciables a partir del análisis de los siguientes elementos: a) la inserción internacional del país y los mercados de destino de la producción exportadora; b) el papel del Estado y las pautas de intervención en la economía; y (last but not least) el financiamiento del desarrollo y la procedencia de sus fuentes (Mañán, 2007).


De aquí que afirmamos que la gran responsabilidad histórica de la izquierda, la que sin duda representa legítimamente la esperanza de más del 50 por ciento de los uruguayos, pasa por cambiar tales parámetros.
Sin embargo, una condición esencial de posibilidad de ese cambio es la participación social, pues se trata, a la vez, de romper el mecanismo excluyente anterior y crear uno incluyente, participativo, activamente democrático.
Por lo tanto, cualquier evaluación implica ver qué cambios existen en tal sentido, sin negar, por supuesto, los demás cambios que el gobierno promociona pero que no trascienden a la estructura económica y su movimiento real.
La inserción internacional del país sigue los parámetros de la década anterior (“los felices noventa”, según el libro de Joseph Stiglitz, 2000), que se basa en los precios internacionales de las materias primas y procura la inversión extranjera a cambio de soberanía cedida, ya sean ventajas impositivas o recursos naturales regalados, o ambas cosas. Todo eso bajo la falsa concepción de que el desarrollo viene de la mano del liberalismo económico y del comercio internacional, tesis desmentidas por casi todos los teóricos del desarrollo en el mundo occidental (desde Singer a Furtado, pasando por Prebisch en América Latina, o desde List a Chang pasando por Keynes en Europa); huelga decir que, hasta donde sabemos, en Oriente tal hipótesis nunca fue considerada.
Esta modalidad de inserción internacional no le deja a Uruguay demasiado: baja generación de empleo y de mala calidad, y, peor que eso, se lleva la esencia de cualquier país, sus recursos naturales y la dignidad nacional cuando castra su capacidad de tomar decisiones autónomas. Un indicador de lo anterior es el proceso de extranjerización de tierras y buena parte de la industria exportadora que tuvo lugar en los últimos años (Elías & Mañán, 2007). Y otro de la decepción, desesperanza que responde a los bajos salarios y al desempleo estructural es la alta emigración que sigue como el sangrado más profundo del país (se estimaron 17 mil los uruguayos –datos oficiales– que salieron desde el aeropuerto y no regresaron en 2007).
El papel del Estado sigue caminos anteriores, más allá de que se disfraza en una interpretación diferente de las reformas económicas e institucionales frustradas en los años pasados. En la mayoría de las reformas se utiliza el mismo léxico, y, como dirían los antropólogos, el lenguaje es una representación estricta del pensamiento, por lo tanto, debemos esperar: mismo pensamiento, acciones parecidas y mismos resultados. La reforma impositiva, la que se vistiera con sus ropajes de gala y apareciera como “la reforma estructural más profunda”, sigue manteniendo los rasgos más típicos de aquellas que pulularon en los noventa. Esto es, sigue recostada también sobre los hombros de los trabajadores y donde el impuesto al consumo explica la mayoría de la recaudación. Peor aun, cuando profundizamos en el nuevo sistema, éste agrava conceptos particulares que estaban en el imaginario izquierdista y, nada desechable, en el espíritu del programa del fa desde sus inicios: la distribución del ingreso entre clases (o lo que es lo mismo: entre salarios y ganancias).

DUALISMO. Estos dos juicios son contundentes, a pesar del disfraz de equidad propio del liberalismo, cuya definición es especialmente mecanicista y economicista. Tal dualismo es posible verlo a partir de las diferencias que expresa en términos de ingresos monetarios, por lo tanto, más ingresos se igualan de forma mecánica a mayor estatus social, sin tener en cuenta el número de integrantes de la familia o los gastos que asume el conjunto familiar. De allí se justifica que carguen con mayor responsabilidad en el financiamiento del Estado. Este criterio se aplica sólo a los ingresos fijos, es decir, salarios, jubilaciones y pensiones, no así a las ganancias o los réditos financieros, los cuales están exentos, por entenderse, curiosamente, que son per se inversiones probables. Tampoco se grava al patrimonio o riqueza acumulada, que se espera, ahora sí de forma aun más controversial, que pueda travestirse en inversión. Contra Keynes y todo el pensamiento macroeconómico desde Kalecki (principio de los treinta), y contra toda la empiria disponible en la bibliografía económica, ahorro e inversión se confunden y se vinculan causalmente en un sentido inverso. Los que pueden ahorrar (los capitalistas para Kalecki) no deben entonces responsabilizarse de los impuestos; los trabajadores (“que gastan todo lo que ganan”, según el mismo Kalecki) son los que con su miseria patriótica financian al Estado (lo hemos dicho reiteradamente).

REFORMAS. Luego apareció la reforma del Estado, que desalojara del puesto de privilegio a la “reforma del sistema fiscal” y que terminó instituyéndose en “la madre de todas las reformas”, por obra y gracia del “espíritu santo”. Como en los mitos ancestrales, la madre apareció en el cuento después que las hijas; contradiciendo el conocido dicho latino “lo que natura non da...”, resulta que, en este caso, Tabaré sí presta.
Aquí tampoco ocurrió demasiado, por lo menos en lo que respecta al papel necesario del Estado como orientador de la economía, en el disciplinamiento de los actores económicos o bien en la creación de agentes del desarrollo o en la toma de decisiones estratégicas. El discurso oficial apunta a la reforma del Estado como un cambio de gestión, fundamentalmente administrativo, que permita eficiencia y eficacia de las decisiones y una evaluación de los resultados de tal gestión. Incluso allí se está a fojas cero, si bien distintos ensayos, con interpretaciones diversas, se realizaron en algunos incisos y en feudos de menor rango como las unidades ejecutoras. Ministros y senadores se despachan largamente en contra de los trabajadores públicos cada vez que enjuiciaron la eficiencia estatal. Lástima que se impusiera tal visión, ya que se esperaba que el Estado se convirtiera en una herramienta indispensable para rearticular la hegemonía social, ahora con un componente más popular. El debate sobre el papel estratégico del Estado en la protección de los recursos naturales (que se extranjerizan) y humanos (que se van), en la necesidad de articular una economía autónoma y la búsqueda de un desarrollo nacional y popular acorde con los valores largamente arraigados en la izquierda sigue siendo, trágicamente, un asunto pendiente.
El financiamiento de la inversión se hizo, al igual que en los noventa, con base en dos pilares: deuda y entrada de capitales. Tal vez, el punto más rescatable según la evaluación del gobierno fue, justamente, el cambio del perfil de la deuda, que permitió, no sin aumentar en términos absolutos sus parámetros, dar aire a los vencimientos de corto plazo. Sin embargo, contrariando la visión histórica de la izquierda, no hubo una oposición decisiva a los criterios del orden internacional y menos a las políticas que las instituciones de Bretton Woods promueven. Se cortaron los lazos con el fmi, cuestión que costó más de 2 mil millones de dólares (10 planes de emergencia o casi 30 planes de equidad), pero la hoja de ruta de la economía siguió las estrategias ya bendecidas por tal institución. Cualquiera opinaría que una política económica no sujeta a los condicionamientos estructurales del fmi sería mejor para el país; no obstante, también cualquiera acordaría que para seguir los mismos lineamientos no hubiese tenido caso tal esfuerzo financiero.
El reperfilamiento de los vencimientos otorgó un aire a los equilibrios macroeconómicos de flujo y bajó la razón deuda-producto, lo que el equipo económico presenta como la precondición de los cambios, pero la deuda externa sigue dependiendo excesivamente del dólar y de la tasa de interés internacional. Sin duda, hasta ahora tales variables han jugado a favor, pero en acuerdos pactados a 2027 estas euforias podrían revertirse.
Es posible afirmar de forma concluyente que el modo de desarrollo, según los tres criterios determinantes expuestos arriba, no presenta cambios. Por lo tanto, sería un contrasentido esperar cambios estructurales que muestren un reordenamiento económico, por lo menos bajo los lineamientos actuales que siguen las políticas del gobierno. Luego de tres años y, con una campaña electoral calentando motores, es más acertado renovar esperanzas (si ya no se perdieron), pero para un próximo período de gobierno.

* Integrante de la Red de Economistas de Izquierda del Uruguay.

Fuente: Brecha, 22 de febrero

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