domingo, 16 de septiembre de 2007

Documento históricos de los Domingos

"UN VECINO ALZADO"

El 10 de septiembre de 1904, herido de bala hacía una semana en los campos de Masoller, recién cumplidos sus 48 años, moría el general Aparicio Saravia, el gaucho de la libertad, el último caudillo de a caballo del Plata, y el más completo y original. Una noche densa, triste, se extenderá entonces por el cielo de la patria uruguaya.
Debilitado por las hemorragias de la herida y enfermo de una bronconeumonía, entre delirios desde la madrugada, conserva todavía su proverbial buen humor y le dice a sus médicos: "no sé qué podrán hacer; yo me voy para el camposanto". Y al ayudante que le ha pedido permiso para dormir un rato: "tenga paciencia, esto terminará pronto"; y le ruega: "no me suelte la mano hasta que muera; después, sigo viaje". Entra en coma a las ocho de la mañana y agoniza hasta el mediodía. A la una y media, el gran espíritu de Saravia abandona este mundo; el Aguila Blanca emprende su sereno vuelo hacia Dios. Sus restos son llevados a una bóveda de un cementerio en Río Grande, Brasil.
La revolución de 1904 detonó a raíz de que el gobierno colorado de José Batlle y Ordóñez incumpliera los acuerdos por los cuales se acordó la paz en 1897, que sellaron la última guerra civil del siglo XIX con los blancos. Eso motivó que Aparicio saliera nuevamente a hacer la revolución, como tantas veces antes, convocara un aguerrido ejército de 20.000 gauchos bajo el fantástico lema "aire libre y carne gorda", y cosechara el respaldo de lo más granado del nacionalismo de la época: entre los participantes destacados de aquella revolución estuvo el entonces joven abogado Luis Alberto de Herrera, quien siendo diplomático de Uruguay en Estados Unidos, abandonó el cargo para sumarse a las fuerzas saravistas.
Ha muerto el gran caudillo de los orientales. Todo un mundo se ha venido abajo. ¿Cómo seguir peleando sin él? Los jefes hacen la paz. Doblan, con largos lamentos hondos, las campanas de los pueblos de la Banda Oriental y de Río Grande. Todos lloran en los ranchos, gauchos, viejos, mujeres y niños. Gimen los vientos en las cuchillas, a las que él conmovió con sus montoneras y a las que resucitó a la vida heroica. Todo llora en la patria por el caudillo prodigioso, por el hombre de corazón, por el guerrero genial. ¡Hasta sus enemigos lloran! ¡Aun de los ojos del presidente colorado caen las lágrimas! Claro que ya era tarde para dar marcha atrás a su solicitud secreta al presidente Theodore Roosevelt (el de la famosa "diplomacia del garrote"), ante la marcha alarmante de los acontecimientos militares revolucionarios, para que enviara ¡buques de guerra norteamericanos! para patrullar el litoral...

Acaso era necesario que Aparicio Saravia muriese. Era el último representante de una época romántica. En 1904, ya comenzado el siglo XX, él estaba fuera del tiempo. Poco después parecería casi exótico. Con él se ha ido toda una raza nobilísima. Al alejarse de este mundo con su sombrero grabado a fuego y su poncho blancos, con sus generosidades y sus grandezas, Aparicio se ha llevado a la tumba la esencia de lo criollo. En la tierra charrúa ya no habrá más caudillos de a caballo, ni más montoneras, ni más heroísmo en las cuchillas, ni más valor legendario. Batlle y Ordóñez seguirá gobernando por muchos años, y después lo seguirá haciendo por medio de sus discípulos. Ellos conseguirán "civilizar" al Uruguay y engrandecerlo materialmente. Pero también imponer la manía europeizante, que llevó a las repúblicas americanas a la entrega de sus riquezas al extranjero, de su soberanía y de su independencia económica y moral. Saravia se fue a tiempo, con su gusto al olor de la pólvora, al placer bárbaro del entrevero, a la épica gloriosa de la carga a lanza seca. ¿Qué podría haber hecho él entre problemas de salarios y discusiones por centavos? ¿Qué podría haber hecho él entre destructores de tradiciones y "descolgadores de crucifijos"? ¿Qué podría haber hecho él entre la tropa de línea? Convenía que se marchase así, a tiempo y por causa de un balazo, en plena acción heroica, para que su figura penetrara mejor en la leyenda.
Finalmente el día 23 de septiembre, ya concluida la lucha, cuatro navíos de guerra estadounidenses, sin explicación alguna, hicieron su aparición en el puerto de Montevideo. El buque insignia era el USS Brooklyn, famoso por su participación en la reciente guerra hispano-norteamericana por Cuba de 1898. Desembarcados, los marines yankees desfilaron desde la Aduana por la calle Sarandí hasta la plaza Independencia, realizando una ceremonia ante la estatua de Joaquín Suárez. Años después, al visitar Theddy Roosevelt el Uruguay en 1913, declaró al presidente Batlle y Ordóñez al contestar públicamente un brindis en la Casa de Gobierno: "Usted y yo somos del mismo partido. Usted hace lo que yo digo que debe hacerse".
La primera guerra revolucionaria en que intervino Aparicio Saravia fue la de Río Grande del Sur, entre 1893 y mediados de 1895. Hijo de un estanciero gaúcho con tierras a ambos lados de la frontera con Brasil, Saravia entró en ella por acompañar a su hermano Gumersindo, que había adoptado la ciudadanía brasileña. Nombrado general en jefe del ejército revolucionario, lo comandó durante más de un año. Luego Aparicio encabezaría dos revoluciones en el Uruguay, en 1897 -después del "Grito de la Coronilla"- y en 1904, del Partido Blanco -más tarde denominado Partido Nacional-, que fuera fundado por el general don Manuel Oribe -héroe de la Independencia y de la guerra patriótica contra el imperialismo de Francia e Inglaterra, de Portugal y Brasil-, contra el Partido Colorado de los generales Rivera y Venancio Flores, aliado del mitrismo y del imperio brasileño en la guerra del Paraguay.
Entre todos los pueblos de la América española sólo han producido caudillos guerreros, caudillos de a caballo, Venezuela, el Uruguay y la Argentina. Caudillos en el sentido estricto del vocablo: arrastre, influencia personal. Emiliano Zapata o Pancho Villa no fueron sugestionadores de hombres; su prestigio se debió a que representaban el descontento campesino. La singularidad de que aquellos países hayan producido ejemplares casi idénticos del extraordinario tipo humano que es el caudillo, reside en la identidad de la vida en las pampas argentinas y orientales y en los llanos venezolanos: dentro de iguales paisajes, los gauchos y los llaneros, siempre a caballo unos y otros y siempre sufridos, corajudos, austeros y pobres hasta la miseria.
Los grandes caudillos guerreros de ambas márgenes del Plata -José Gervasio Artigas y Pancho Ramírez, Juan Facundo Quiroga y Estanislao López, Juan Manuel de Rosas y Justo José de Urquiza, el Chacho Peñaloza y Aparicio Saravia- han tenido todos una personalidad poderosa. Siendo muy diferentes uno de otro, todos tienen en común, sin embargo, el don de sugestionar y arrastrar a los hombres, la valentía, la viveza que tanto admira el gaucho, la sencillez y el instinto de la estrategia guerrera.
Durante el siglo XIX el caudillo es siempre un gaucho aunque, como Rosas o Ramírez, pertenezca a una familia de abolengo. Entre todos los hombres de su tiempo ninguno es más de a caballo que él, y sin este dominio del caballo -que es el dominio del campo- el caudillo no existiría. Para el gaucho el caballo representa su vida entera. Por esto admira hasta entregarle su voluntad al hombre que realiza mayores proezas sobre el caballo. A veces, como Rosas o López, el caudillo se convierte en un hombre de gobierno. La viveza del gaucho se hace instinto estratégico en el jefe de montoneras y diplomacia sutil en el gobernante.
Pero de todas las cualidades del caudillo, ninguna es tan típica y misteriosa como el carisma, el don de fascinar. Ese magnetismo se manifiesta de modo diverso: la mirada terrible de Facundo, la serenidad y confianza que emana de López, la voz acariciadora y los ojos penetrantes de Rosas. Incluso ya en el siglo XX, mientras Lisandro de la Torre, por ejemplo, orador formidable y hombre de gran talento, jamás arrastró a las multitudes, Hipólito Yrigoyen, que nunca habló en público, fue un ídolo que conquistó en forma fulminante el favor popular: sus votos, pero también su amor.
Aparicio Saravia atrae y fascina como Facundo. Quienes estuvieron a su lado, los ignorantes y los cultos, los sencillos y los talentosos, todos hablan de él con la más ferviente y extraña de las admiraciones y con una emoción enorme. Le consideran un hombre único, superior a todos; lo aman por su genio, por su gran corazón, por el raro conjunto de sus virtudes humanas y militares. Es el hombre de guerra más correcto que pueda imaginarse. Asiste a los combates pulcramente vestido y peinado. Nunca suelta una palabrota, salvo ocasionalmente en combate, para infundir valor y empuje a sus gentes. Tiene el don de mando, como todos los caudillos, pero fuera de combate no impone su autoridad: los soldados le obedecen por admiración y cariño. El los visita en los fogones y, sentado en cuclillas, toma unos mates y hace chistes con ellos. Todos le llaman General, pero él rechaza el título: dice que él no es general, sino "un vecino alzado". Su lenguaje es muy pintoresco y al alcance de los paisanos. No tiene arranques de arrogancia ni baladronadas ni compadradas. El, que es el coraje andando, cuando le cuentan de cierto soldado que no quiere pelear a lanza contra un enemigo armado con fusiles, lo defiende alegando el mérito de la sinceridad, al revés de "los que no somos capaces de confesar nuestro miedo", y aconseja utilizarlo para arrear caballos, carnear y cuidar heridos; con tan buen resultado que el soldado enseguida pierde el miedo. Hombre piadoso, de paz y de trabajo, no ama la guerra y detesta el derramamiento de sangre. Su nobleza y generosidad con los vencidos es propia del Cid Campeador. Gran conductor, estupendo militar y táctico astuto y talentoso, su valor y coraje excesivo alarma a su ejército, siempre encabezando las cargas a lanza seca de poncho y sombrero blanco para predilección de los tiradores enemigos. En realidad es un montonero, pero un montonero genial, del tipo de Artigas y de Ramírez. Un genio capaz de escribir: "la patria es la dignidad de arriba y el regocijo de abajo".
Pasada una década de la muerte del más excelso de los gauchos, del más guerrero entre los guerreros de poncho, algunos viejos paisanos de ambas márgenes del Plata, cuando se comentaba el estallido de la Gran Guerra europea de 1914, decían atónitos: "Yo créiba que se habían acabado las guerras con la muerte de Aparicio Saravia...".
En enero de 1921, dieciséis años y medio después de la tragedia de Masoller, el Partido Nacional decide repatriar los restos del Aguila Blanca. Cubierta la urna funeraria por una bandera uruguaya y otra brasileña y acompañado por quinientos gauchos a caballo veteranos de 1904 desde el Rincón de Artigas, en la frontera, donde lo entregaron los riograndinos tras homenajearlo, retorna a la patria oriental el general Aparicio Saravia, entre lágrimas de emoción y campanadas de gloria. Es velado en Rivera, y al otro día, en tren, lo conducen a Montevideo. En cada estación esperan multitudes para verlo pasar. La gente se arrodilla al divisar el convoy. En la capital, banderas, divisas, bandas de música, discursos, lágrimas. La urna es llevada a pulso. Llueven rosas blancas que caen desde los balcones. Al otro día, después de velado nuevamente esa noche por una enorme concurrencia conmovida, el gran caudillo penetra en el silencio del cementerio del Buceo, entre altos árboles, frente al mar.
Aparicio Saravia había querido entrar en Montevideo como triunfador. Y como triunfador entró. Y no sólo por la unánime aclamación popular, sino también porque en el devenir político de su patria, buena parte le corresponde a él, que dio su sangre y su vida por las libertades y los derechos del noble pueblo oriental.

Investigación histórica de Manuel Gálvez, Agendas de Reflexión

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