lunes, 8 de octubre de 2007

Inflación: no gusta pero ayuda


JAVIER DE HAEDO

No he llevado la cuenta, pero es probable que de cada diez consultas periodísticas recibidas este año, seis o siete se hayan referido a la inflación. Y es probable que lo mismo le haya sucedido a la mayoría de mis colegas cuya opinión procura conocer la prensa en forma recurrente. Esto es, al mismo tiempo, muy bueno y muy malo.

Es bueno porque, más allá del carácter lúdico que algunos le asignan a los pronósticos del IPC, parece claro que ha calado hondo en nuestra sociedad el temor a una mayor inflación. No por ideología, como hasta hace algunos años muchos creían, sino por cuestiones prácticas: más inflación es más disputa en la sociedad, es perder la referencia de dónde estamos parados con nuestro precio o nuestro salario, seamos empresario o trabajador. Los precios, en una economía de mercado, son vehículos de información y si suben en forma permanente, generalizada y acelerada, y por lo tanto en forma crecientemente despareja, se pierde su valor informativo. Como se pierde, también, cuando se los manipula para que el índice de precios dé más cerca de lo que se quiere. Y como se gana valor informativo cuando se restablecen situaciones de competencia cuando ella estaba prohibida por una regulación. Si lo que se hace es liberar un precio que estaba regulado, o la cantidad de un bien cuya oferta estaba limitada, se va en la dirección correcta, lo mismo que si se modifican los impuestos que los gravan en el sentido de llevarlos al régimen general de sus similares. Permitir permanentemente la importación de un bien que estaba prohibida, es saludable; derogar un mal impuesto en forma definitiva de modo de propiciar menores precios, es bueno; reducir transitoriamente un tributo de aplicación general para bajar un precio en particular, no parece razonable; hacer una ley para subsidiar un determinado bien o servicio de modo de abaratarlo, tampoco, pero es ciertamente preferible a regular lisa y llanamente el precio en un nivel fuera de su equilibrio dando lugar a transferencias implícitas entre sectores de la sociedad.

Pero más arriba decía que la recurrencia en el tema inflación también es mala. Y lo es porque refleja que nunca terminamos de salir del trillo de los mismos temas, de corto plazo. Hablaría mejor del país que la agenda estuviera dominada por temas micro antes que por temas macro económicos. Es cierto que también los hay y más que de costumbre en lo micro económico, pero, tarde o temprano, el atractivo de los temas de coyuntura se impone.

Como el lector verá, hoy me referiré a la inflación, con lo cual poco contribuyo a modificar esa situación. Pero, al menos, no me referiré al ámbito de temas más debatido con relación al proceso de crecimiento de los precios en que nos encontramos. De hecho, estoy mandando a imprenta esta columna antes de conocer el dato de IPC de setiembre; y no me voy a referir a las causas que han generado este proceso inflacionario ni a las medidas que se han adoptado ni a las que las autoridades no consideran del caso adoptar; tampoco voy a referirme a esta situación en la que nos encontramos, a la deriva, ya que de un tiempo a esta parte no tenemos ancla nominal y cuando la tendencia dominante, que no comparto, considera que la mejor ancla, por ser la referencia más relevante para los agentes económicos, está proscripta. En efecto, el tipo de cambio no es admitido por la mayoría, como ancla nominal, por atribuirse a su uso, todos los males de experiencias pasadas y, en cambio, se insiste en "controlar" una cantidad de dinero que se refiere a sólo una, y no siempre la más importante, de las monedas que utilizamos.

La inflación es una droga. Lo mismo que con toda droga, ante ella se pueden tener tres actitudes: la abstención de consumirla, consumirla socialmente y ser adicto a ella. Como ocurre con toda droga, la línea divisoria entre las dos últimas actitudes es muy difusa, y a la larga el "consumo social" se suele volver adicción.

En el barrio en que vivimos tenemos vasta experiencia al respecto, especialmente en nuestros grandes vecinos, pero también nosotros mismos. Argentina y Brasil han sido adictos consuetudinarios y han colapsado. En los últimos 20 años y tomando períodos de 12 meses, Argentina llegó a 20 mil por ciento en marzo de 1990 y Brasil a 6.600% al mes siguiente y a 5 mil por ciento en junio de 1994. Tomando períodos de cuatro meses, con datos anualizados, lo que permite ver más claramente estos procesos, Argentina llegó al 383 mil por ciento en agosto de 1989 (esa inflación echó de su cargo al presidente Alfonsín) y al 50 mil por ciento en marzo del año siguiente, mientras que Brasil alcanzó a 51 mil por ciento en ese mismo mes y a casi 8 mil por ciento en junio de 1994.

Hoy día Brasil parece haberse rehabilitado de su adicción y no quiere saber nada de esa droga, hasta el extremo en que su presidente de izquierda sacrificó su primer período para que la inflación, que él como candidato contribuyó a acelerar, fuera abatida. Mientras tanto Argentina cree, como tantas veces, que se puede ser consumidor social sin caer en la adicción. Y le miente al mundo y a sí misma, sobre que apenas consume una dosis razonable (que le permite subir el gasto y luego licuar parte de ese aumento). Hasta llegó a cambiar la medida de la dosis, para facilitar el engaño, pero ya nadie le cree. El IPK del INDEK dice que en los 12 meses a agosto la inflación fue de 8,7%, pero el promedio de los IPC de seis provincias que relevan independientemente sus precios, revela un 17,8%. En los primeros ocho meses del año, la brecha es mayor: 7,6% anual en el INDEK y 18,6% anual en el promedio restante.

En nuestro país, como es habitual, no hemos estado tan mal como nuestros vecinos, pero tampoco demasiado bien. Los peores números que podemos mostrar, en toda la historia, son incomparablemente menos malos que los de los vecinos: 183% en los 12 meses a junio del 68 y 134% en el año terminado en enero del 91; considerando cuatrimestres con datos anualizados, el máximo se dio en marzo de 1968, con 256%. Tener tan malos vecinos nos sirvió muchas veces de consuelo, ya que "después de todo, no estamos tan mal".

Es cierto que con la volatilidad de los precios en dólares que ellos han tenido con semejantes tasas de inflación, no es fácil permanecer estables, pero también es verdad que en aquellos tiempos no hacíamos demasiado por la estabilidad. De hecho, no había consenso en el país para una inflación de un dígito como concepto y mucho menos para tomar las medidas que la propiciaran en forma auténtica y definitiva.

Uruguay, con relación a esta droga, y aún con números menos terribles que los de los vecinos, fue adicto: necesitaba imperiosamente de la inflación para licuar el exceso de gasto que irresponsablemente se aprobaba. Con la inflación venía el fin de la ilusión que había generado unos meses antes el aumento del presupuesto nominal. La inflación ponía las cosas en su lugar, desde el punto de vista financiero.

¿Cómo estamos hoy en ese sentido? ¿Nos abstenemos de consumirla? ¿O pretendemos ser consumidores sociales? Esto sería un riesgo, ya que quien fue adicto no puede pretender ser consumidor social sin una alta probabilidad de volver a serlo. De hecho, cuestiones tales como la indexación, son características del organismo que supo ser adicto y que lo pueden conducir a serlo de nuevo.

Hoy día el propósito manifiesto del gobierno ha sido ir convergiendo gradualmente a una tasa de inflación ubicada en el centro de la primera decena, pero ella se ha desviado y apunta hacia los dos dígitos, barrera que no conviene franquear en la medida en que duplica el número de ajustes anuales de salarios públicos y pasividades. Como el adicto, necesita duplicar la dosis para sentirse igual que antes con una.

El gobierno no quiere más inflación, no quiere ser consumidor social de esta droga y yo le creo. Pero en los hechos, no le ha venido mal utilizar un poco más de ella, porque, como en los viejos tiempos, le ha sido útil para licuar parte del aumento excesivo del gasto primario en que incurrió. El problema que veo por delante es que el presupuesto de 2008 y 2009 es aún mayor que el de 2007. Estamos entre dos males: o se vuelve a usar la droga o el gasto habrá de trepar en términos del PIB. La solución está en recortar el gasto que ha sido subido en exceso. Pero los tiempos políticos, también como en los viejos tiempos, apuntan en el sentido opuesto.

Fuente: El País, 8 de octubre

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